FUGA y MISTERIO


 
Tatára tata tára
tata tára, tarará

Arranca el bandoneón; lo vemos atlético, veloz, ha aparecido por una sombra y oímos sus pasos sagaces y perseguidos. Apenas nos dice eso, que guardemos silencio, que ellos están muy cerca, y que debe huir; nada nos explica sobre el por qué, no hay tiempo, mientras se deslizan sus ojos furtivos que siguen abriendo camino por los rincones. Trepa, baja, corre, y entra la guitarra persecutora, apurada también, repitiendo los mismos pasos, las mismas palabras, hablándonos en el centro del escenario del bandoneón fugitivo al que estamos viendo atrás, tomando uno y otro camino, trepando azoteas, bajando escaleras laterales. La guitarra nos mira con fuego en los ojos y pregunta, revisa rincones, busca rastros, se va alejando hacia una esquina para que llegue el violín, quien tal vez ha sido el injuriado, el acusador o el enemigo secreto del bandoneón, pues se lo ve muy alterado y casi exagera sus acusaciones y demandas a la orquesta, parece herido en su orgullo, y le pisa los talones a la guitarra, la detective. Suena acusadora porque repite exhaustivamente lo que ha venido gritando en falsete durante todo el camino, seguramente para mantener eufórico al grueso de la horda que viene detrás, y es el piano. Ya se ve el traje oscuro de ese imponente, terrible sujeto que aparece con su tono grave, sus bigotes y su mollera calva, aparece a la vista por primera vez un revólver, que conmociona la escena al hacer pensar en el peligro que corre el bandoneón, al cual apenas podemos ver como un punto a lo lejos, si es que eso es él. Lo vieron, un tambor lo descubrió por lo bajo y se lanzan a una feroz persecución cuerpo a cuerpo, vemos correr al bandoneón con todas sus fuerzas, y a la enorme bestia (que tal vez sea la Justicia) que ya lo va confundiendo con ella misma, tan cerca, a un solo paso, por un empedrado mojado de noche que presiente ver una sien contra algún adoquín que no dolerá, se ven los rostros de los primeros persecutores, serios, se oyen sus pensamientos fríos mientras la carrera calienta húmedamente sus cuerpos bajo los trajes, en sus ojos brilla la imagen del bandoneón que ansían ver muerto. ¡Lo tocan! De un manotazo que largaron han alcanzado su hombro. ¡Otra vez! Lo han hecho tambalearse, pero él sigue corriendo. Sale a una avenida, se abre la escena de la eterna persecución y la persistencia de la fuga. Aquí toma distancia nuestro héroe, pero sabe que no puede esconderse más, no hay más rincones, están a la luz de una luna y varios faroles, se repiten los pasos, los recuerdos, pero esto que nunca acabará de alguna forma ha acabado.
Lo que sigue parece el epílogo de romeo y julieta: los dos linajes lamentando las tragedias, culpándose anónimamente, lo inevitable.
Qué es esta caminata del violín, seguido por un séquito, con esa melancolía de que pese a todo no ha ganado nada, su fervor apaciguado en sus palabras pero después de todo, para qué, pero todo ya ha ocurrido, y es irreversible. ¿Qué tragedia ha ocurrido? ¿Ha muerto el bandoneón sin que el violín lo quisiera?
No, aquí está el bandoneón, que también camina, despacio, como queriendo detenerse en cada lugar. ¿Acaso es un jardín de flores lo que está cruzando, lo que acaba de dejar atrás, está atravesando la ciudad para ir a la prisión, al tormento, a la Nada, a la escabrosa celda subterránea? ¿Ése es su lamento? ¿O es otro, y lo que está atravesando es el tiempo, las primaveras y los ocasos, los largos años con la melancolía de quien los pierde huyendo, en esa tonta, irremediable, eterna fuga?
Frustrados el violín y el bandoneón, que en la avenida se dan la mano como buenos perdedores mientras siguen corriendo. El bandoneón suspira.

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