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FUTUROLOGÍA

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1 de julio de 2018
La selección argentina es eliminada del mundial de fútbol en Rusia tras caer por 2 a 0 ante Dinamarca.

2 de julio de 2018
El dólar supera los 30 pesos.

7 de julio de 2018
Desaparece un submarino bajo aguas locales y es el segundo en dos años. Jamás se sabrá qué pasó con él.

12 de julio de 2018
Un niño de diez años es asesinado de un tiro en la espalda una tarde soleada en la Avenida del Libertador, Ciudad de Buenos Aires. El disparo proviene de un oficial de policía en funciones.

29 de julio de 2018
La temperatura en la madrugada llega a catorce grados bajo cero en Capital. Mueren cinco personas de frío en las calles del Conurbano, en total cuarenta internaciones por hipotermia.

8 de agosto de 2018
Se da media sanción en el Senado a una reforma laboral impulsada por el gobierno nacional. Frente al Congreso son detenidos doscientos manifestantes y son hospitalizados treinta y dos policías y sesenta y siete civiles, varios a su vez detenidos, una decena heridos de gravedad.

15 de agosto de 2018

El dólar supera los 35 pesos y falta combustible. Largas colas en las estaciones de servicio y en los bancos.

19 de agosto de 2018
El gobierno solicita la renuncia al ministro de Hacienda y coloca en su lugar al doctor Domingo Cavallo, quien asume las riendas de la economía nacional por tercera o cuarta vez en la historia argentina.

20 de agosto de 2018
Las tarifas de combustible aumentan drásticamente y se termina el desabastecimiento. Se elimina el conjunto de las retenciones a la exportación de soja y otros granos.

24 de agosto de 2018
Un auto con una familia a bordo es destruido por un tren en Morón. Hubo un fallo en la barrera del paso a nivel. Conmoción nacional.

1 de septiembre de 2018
El dólar a cuarenta pesos.

2 de septiembre de 2018

El flamante ministro de Hacienda anuncia un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que será conocido como Plan Salvavidas Fiscal.

9 de septiembre de 2018
La Cámara de Diputados debate por más de veinticuatro horas el proyecto de reforma laboral impulsado por el gobierno nacional mientras en las calles se moviliza más de un millón de personas para reclamar que el proyecto sea rechazado. Hay constantes disturbios, represión policial, contraataque de manifestantes, detenciones, hospitalizaciones, incluso durante la noche. Pero la movilización es tan grande que la policía no logra dispersarla y se dedica a contenerla para que no llegue a las vallas que rodean el Congreso Nacional. Finalmente la votación arroja un empate en 128 votos a favor y en contra (con un diputado ausente) y la decisión recae sobre el presidente de la Cámara, quien vota positivo y la convierte en Ley.

14 de septiembre de 2018
La industria del automóvil despide en conjunto a dos mil trabajadores. Los obreros ocupan tres plantas en la zona Norte del Gran Buenos Aires para reclamar su reincorporación.

15 de septiembre de 2018
El gobierno declara una conciliación obligatoria y desaloja con sendos operativos policiales las plantas. Hay obreros detenidos y hospitalizados.

17 de septiembre de 2018
En un acto ejemplar el Presidente de la República ofrece bonos del Tesoro Nacional para pagar una indemnización especial –no contemplada en la nueva ley laboral– a los despedidos de la industria automotriz. Los bonos vencen a mediados de 2019.

24 de septiembre de 2018
Falta aceite y otros productos básicos en los supermercados.

28 de septiembre de 2018

Nuevo aumento en las tarifas de luz y gas. Cacerolazos nocturnos contra la medida con algunas fogatas en esquinas de la Capital.

5 de octubre de 2018
El dólar perfora el techo de los 45 pesos y se habla de que a fin de año llega a 100.

10 de octubre de 2018
El repunte histórico en las exportaciones de soja causa euforia en un sector de la ciudadanía argentina que organiza para el día 17 una fiesta popular en el Obelisco a la que bautizan “Segundo Semestre de la Revolución de la Alegría”.

16 de octubre de 2018
Organizaciones sociales de los barrios del Conurbano bonaerense intentan acampar y sostener una vigilia sobre la Avenida 9 de Julio pero son repelidos por Infantería y Gendarmería Nacional. Hay cuarenta detenidos, entre ellos el dirigente de la protesta.

17 de octubre de 2018
Movilizaciones de docentes, estudiantes y trabajadores estatales ocupan el Obelisco desde la mañana para exigir la renuncia del ministro de Hacienda, el control de los precios y un aumento inmediato de los salarios. La Fiesta de la Revolución de la Alegría se traslada a los bosques de Palermo. Flamean banderas con esvásticas, varios periodistas son agredidos y uno de ellos hospitalizado.

21 de octubre de 2018
El vocero presidencial anuncia que el Presidente de la República acaba de ser internado por un cuadro de arritmia severo debido a un sostenido pico de estrés. Lo reemplaza en sus funciones la Vicepresidenta de la República quien emite un incómodo discurso por cadena nacional.

25 de octubre de 2018
Se cae el techo de una escuela en Polvorines en hora de clase y mueren dos niños. El resto es rescatado y hospitalizado. Conmoción nacional.

26 de octubre de 2018
Marcha de antorchas desde el Congreso Nacional hasta la Casa Rosada para pedir por la educación pública.

31 de octubre de 2018
El dólar cotiza a 50 pesos argentinos.

2 de noviembre de 2018
El Presidente de la República retoma sus funciones en pleno.

7 de noviembre de 2018
La Cámara de Senadores de la Nación debate acaloradamente el proyecto de ley de interrupción del embarazo rodeada por una multitud de manifestantes a favor del proyecto. Luego de cinco horas de debate se rechaza el proyecto por 36 votos contra 35 (un senador se abstiene).

14 de noviembre de 2018
Muere de hambre una niña en Formosa.

18 de noviembre de 2018
Una discusión tras un partido de fúbtol deviene tiroteo en el que mueren tres personas.

19 de noviembre de 2018
Escuelas y facultades tomadas en todo el país en reclamo por la situación de la educación pública.

20 de noviembre de 2018
Al reclamo educativo se suman varios hospitales que son tomados en reclamo por los cortes de luz, la infraestructura general y los salarios.

22 de noviembre de 2018
La Bolsa de Buenos Aires cae estrepitosamente. Una corrida bancaria es seguida por el anuncio por parte del ministro de Hacienda del Segundo Plan Salvavidas.

23 de noviembre de 2018

El litro de leche vale $50 en las góndolas. Protestas en las puertas de los supermercados lideradas por mujeres madres de familia.

28 de noviembre de 2018
Dólar a 60 pesos y es noticia nacional un video del Presidente de la República jugando al ping pong con un perro.

1 de diciembre de 2018
Trabajadores despedidos de la industria automotriz instalan carpas en Plaza de Mayo para iniciar una huelga de hambre.

6 de diciembre de 2018

Cae una grúa en plena capital porteña y fallecen cinco personas, tres operarios y dos transeúntes.

7 de diciembre de 2018
Almuerzo anual de balance de la Unión Industrial Argentina con el ministro de Hacienda como invitado de honor. Críticas moderadas al gobierno. Buen ánimo general.

9 de diciembre de 2018
Dos jóvenes caratulados como “indígenas” son asesinados en el Chaco por efectivos de la Gendarmería Nacional en un desalojo de tierras.

12 de diciembre de 2018
Calor extremo en Buenos Aires y cortes de luz que dejan sin agua a cerca de un tercio de la ciudad.

13 de diciembre de 2018
Persisten los cortes y la falta de agua en los barrios. Cacerolazos y piquetes en distintos puntos empiezan a fluir hacia el centro porteño pero son bloqueados y dispersados por operativos policiales. Piquetes en Córdoba, La Plata, Rosario y otras ciudades. Se escucha el reclamo por la renuncia del ministro de Hacienda y del Presidente de la República.

14 de diciembre de 2018
El ministro de Hacienda se dirige por primera vez en cadena nacional a la población: anuncia la creación de una moneda paralela de uso interno en el país llamada argento y luego anuncia un bono especial de Navidad para todos los empleados estatales de 1500 argentos. En estos momentos el dólar se compra a 67,70 pesos.

17 de diciembre de 2018
Es hospitalizado uno de los despedidos que hacen huelga de hambre en Plaza de Mayo con una fuerte descompensación. Muere en el hospital por la noche.

18 de diciembre de 2018
Conmoción nacional por la muerte de hambre del manifestante. Concentración en Plaza de Mayo que pasado el mediodía está repleta de banderas argentinas. Piden la renuncia del presidente de la República. La policía provoca escaramuzas y detiene manifestantes pero no puede contener el crecimiento de la movilización.

19 de diciembre de 2018
La concentración se mantiene durante toda la noche y al mediodía hay un millón y medio de manifestantes frente a la Casa Rosada. El operativo policial –que ya provocó 5 muertes de manifestantes, más de cien hospitalizaciones y centenares de detenciones– está completamente desbordado. El ministro de Hacienda renuncia a las tres de la tarde.

20 de diciembre de 2018
Pasada la medianoche se transmite en cadena nacional un video donde el Presidente de la República renuncia de manera indeclinable al cargo que el pueblo le encomendara dejando el poder en manos del Congreso Nacional, al tiempo que el ya Ex-Presidente de la República abandona la casa de gobierno por un túnel subterráneo y sale en Campo de Mayo donde toma un avión militar con destino a Chile. Inmediatamente después de la renuncia del Presidente se transmite un segundo video en el cual la Vice-Presidenta de la República explica que no fue elegida para ser Presidenta de la República por lo que no sería “loable” que ella tomare esa potestad, razón por la cual presenta su renuncia indeclinable al cargo que el pueblo le encomendara.

21 de diciembre de 2018

Se reúne la Asamblea Legislativa en el Congreso Nacional para designar a un nuevo Presidente de la República. Se elige a Miguel Ángel Pichetto y se lo enviste como nuevo Presidente de la República.

22 de diciembre de 2018
El flamante Presidente de la República anuncia un faraónico plan de infraestructura que durante el 2019 acabará con el desempleo y reactivará la economía devolviendo la solidez de la moneda que habrá de unificarse también a la brevedad.

24 de diciembre de 2018

La Bolsa de Buenos Aires se desploma y el dólar llega en un disparo a $75. Multitudes de hambrientos se agolpan frente a los hipermercados para pedir comida. Saqueos en diversos comercios, enfrentamientos sangrientos que arrojan una decena de muertos.

25 de diciembre de 2018
El flamante Presidente de la República recibe a los despedidos de la industria automotriz y les da en la mano cinco mil argentos a cada uno a cambio de que vayan esa misma tarde a sus casas y no vuelvan a acampar por tres meses.

27 de diciembre de 2018

Una fuga de gas provoca una explosión en un edificio en Rawson. Mueren veintidós personas.

29 de diciembre de 2018
Con el dólar a $82 y el kilo de pan a $130, un jubilado se prende fuego en la Avenida 9 de Julio. Conmoción nacional.

30 de diciembre de 2018
Varias provincias sin luz ni agua. Las plazas son ocupadas por la población en una jornada pacífica para reclamar el reparto estatal de alimentos e insumos básicos.

31 de diciembre de 2018
Ante la dramática situación nacional la CGT anuncia un paro general para “antes que termine el año que viene”.

formas de pedir



Hola... ho... hola, ¿me escuchás? Hola, ¿ahí? Hola, no, te quería... hola... te quería pedir perdón por lo de... no, pará, en serio te quiero pedir perdón... No, lo que pasó ayer pasó, ya sé, y lo que dijimos lo dijimos, pero la vida sigue y... Bueno, che, te llamé yo, ¿me vas a dejar hablar? Si no cortamos y ya está... No, pará, no cuelgues, escuchame un poco, por favor, ¿dale? Te agradezco muchísimo. Bueno: yo sé que parece siempre la misma película, y capaz que es cierto, que es siempre la misma película, puede ser. Pero en todo caso, ¿esto es el nudo de la película? ¿Ésta es la gran trama, la gran cosa, lo que nos tiene que importar de la película? ¿Acaso es el final de la película? Yo creo que no, y yo quiero que no. ¿Está bien? No, no es todo lo que iba a decir, ¿por qué no me dejás hablar, negra? Si yo quiero arreglar las cosas acá... Negra, ¿hace cuánto nos conocemos vos y yo? ¿Mil años? ¿Dos mil? Ah, bueno. No, porque hablás como si me conocieras de ayer nomás... Claro, está bien, pero resulta que vos sos mi vida, entonces... Viste que uno a veces se puede lastimar a sí mismo y muy fiero, pero eso no quiere decir que uno no se quiera ni que uno no quiera estar bien, ¡uno quiere estar bien, pero a veces se equivoca! ¿Te acordás cuando éramos chicos, que me tiré del carro, adónde íbamos? Cierto, íbamos a los torneos infantiles, en Roma, y vos me habías llenado la cabeza con que era en el circo y los nenes teníamos que competir con los leones. ¡No había dormido en toda la noche del cagazo! Entonces lo mejor que se me ocurrió fue eso, escaparme de ese miedo de un salto, sabiendo que atrás venían más caballos y me iban a arrollar... Bueno, a lo que iba es a que uno se puede equivocar así y lastimarse, pero si uno no se perdona... Tenés razón. En eso tenés razón. Pero lo que yo te quiero pedir es que pongas un poco las cosas en perspectiva. Lo que pasó ayer pasó, y sí, no era la primera vez, me acuerdo perfectamente la primera vez porque fue exactamente el mismo día que empezó la cuarentena general por la peste. No, ésa no, ¡mucho después fue! La negra digo yo... la jodida. Pasó lo que pasó a la mañana y a la tarde ya estábamos encerrados en la casa, que en ese momento era “la nueva casa”... te acordás... ahí hicimos el amor por primera vez, después de tanto, tanto, pero tanto tiempo. Es que ahí sí creíamos que nos íbamos, era el final final. Y sin embargo, acá nos ves, yo el mismo tarado, vos la misma luz... no, pero si es así, y siempre te dije que es así, eso no me lo podés negar. Esto lo tenemos que superar, negra, si ya las pasamos todas, lo que no quiero es que pase como cuando por culpa de ya no sé qué te quisiste cruzar el Atlántico sola, y lo único que me quedaba era mandarte cartas infinitas con i de infierno que no sabía si te llegaban y cuándo y era vivir como tirado por cadenas para atrás, en la espera eterna, queriendo salir de un raje adonde fuera que me dijeran tu nombre, y era obvio que iba a pasar, que en algún momento un barco se iba a hundir con la carta en la que vos me estabas avisando que ahora te tenía que escribir a pero yo justo había tenido que, y fueron décadas y décadas de morirme despierto, negra, no quiero nunca más un desencuentro como ése, y ahora cada vez que nos pasa esto a mí me agarra la desesperación de que nos separemos de nuevo así, me quedó en el alma una de esas cicatrices que con el frío te vuelven a doler, ¿viste? ¿Hola? ¿Me escuchás? Hola... ho, hooola, que no se corte, por favor negrita, ¡hola! ¿Ahí me escuchás? Uf, celulares de mierda, ¡te quiero ver! Por lo menos con las cartas se leía todo, ¿no? Si llegaba, se leía todo, y estaba todo ahí, escrito, imborrable. ¿Vos tenés todavía esa carta, de cuando te encontré? Que casi no la mando, porque ya estaba tomándome el tren con una valija llena de nada, con lo que encontré a mano en cuanto me convencí de que era cierto... pero claro, ¡qué tren si trenes no había todavía! Claro, no se había inventado... qué bárbaro, entonces fue un carruaje lo que fui a buscar, estaba enardecido, adrenalina pura, era un caballo corriendo porque atrás se le desmorona el mundo... pero antes de salir, te escribí esa carta. Con el fuego subiendo. Se incendiaba la casa, el fuego trepaba mueble por mueble, y yo escribía. La casa era mi pecho. El fuego era este mismo que nunca se apagó, negra, el que me dice que te quiere ver ya y que cuánto más, y que estamos en la misma, con un celular o con una carta o con señales de humo estamos siempre lejos vos y yo, eso siento ahora... y si la culpa la tengo yo, si querés me corto las venas, y que venga de nuevo el cura aquél que me hizo encerrar en ese loquero de mierda, y fui yo el que lo tuvo que cuidar cuando el tipo era tan viejo que no se podía ni limpiar la mierda del culo, y yo esperando todavía para salir de ahí y volver a verte, y vos que debías estar viviendo tantas cosas, conociendo tantos amores que yo... Es larga la vida, negra. Yo me cansé de todo. Me cansé y me volví a emocionar y me volví a cansar otra vez. Todo. Pero si hay algo que sigo queriendo como si fuera un nene romano en penitencia porque besó a un esclavo... ¿te acordás? (risas) Si hay algo que me hace seguir siendo ese nene, después de todas estas vueltas, con esta mochila encima del alma, si hay algo sos vos, negra, y son las ganas de verte. Vos anulás los siglos, anulás las penas, las muertes, esta soledad de ser la piedra que mira el río, negra, ¿a cuántos amores habremos visto morir a esta altura? ¿Hace cuánto dejamos de contarlos? Esto podría haber vencido a cualquiera, debe haber vencido a muchos, quién sabe, pero ¿yo? Yo sé por qué me la banqué, por qué me banqué ese loquero que parecía un campo de pruebas para pensar bien cómo hacer la Inquisición después, y sé por qué me banqué ese siglo entero de esclavo en esa tierra de salvajes, cuando tuve que matar al hijo de puta que te había violado en Ravenna y me tuve que rajar y toda la historia, esos años sí que los conté, negra, fueron ciento catorce años laburando una huerta de mierda al borde del Báltico y encima sin saber qué había sido de vos, si estabas bien, si habías leído la carta, ja, otra vez la carta, que te había dejado en la tortuguita de cuando éramos chicos, la de mamá... Sabés qué loco, el otro día, no te lo conté esto, me había olvidado por completo, pero... Estaba en un hotel con la televisión prendida, y pasaban uno de esos subgéneros del noticiero que son los programas “de divulgación científica”, ¿viste?, y el tema era “Roma antigua”, ja, para cantarse un tango, ¿no? Bueno, estaban hablando de no sé qué excavaciones por España, y adiviná la tortuguita que mostraron en cámara, exhumada en la región de no sé dónde... ¿me escuchás? ¿Hola? ¿Estás ahí? ¡Hace cuánto que estoy hablando solo, la puta madre! (silencio) Bueno, le escribo un texto ya... Menú... Mensaje nuevo... Añadir destinatario: Negra.

las preguntas de los chicos

Papá, ¿qué es la histeria? preguntó el inocente jovenzuelo acercándose al sillón donde su padre descansaba. Éste sonrió ante la pregunta, precoz quizá, de su hijito y lo miró con ternura mientras murmuraba “la histeria…” Pero de pronto borró su sonrisa y abrió redondos los ojos con sobresalto, “¿qué es la histeria?”. Se levantó de un salto para correr a la cocina y pedirle a su mujer que le quitara ese repentino puñal que él no llegaba a atrapar. Cuando la encontró le preguntó sin preámbulos ni más indicaciones ¿qué es la histeria? y parecía que su vida dependía en gran medida de ello. Ella oyó algo aturdida la pregunta y al instante estuvo en la misma situación que su marido. ¿Qué demonios era la histeria? Ella se agarró de los pelos y apretó los dientes empezando a resoplar con gran fuerza mientras él hinchaba como globos los pulmones para contener los bríos que se acumulaban en sus músculos. Al fin ella le dijo: “Pará, ya sé: llamemos a mi mamá. Ella nos va a decir”. Mucho antes de que acabara de decir estas palabras su esposo había salido corriendo de la cocina, tropezándose con sus pasos, para llegar al teléfono. Pero éste, que era inalámbrico, no estaba en su base, por lo que no era tan fácil llegar a él. Revolvió los sillones, tiró las cosas que estaban sobre la mesa y en los estantes de la gran estantería sin resultados. ¡No lo encuentro! le gritó a su mujer que, habiendo oído la búsqueda, se había sumado a ella desde la cocina. Pasó a otra sala donde repitió los pasos con más velocidad y torpeza y con igual resultado; ella ya estaba en el baño, abriendo y cerrando cajones sin orden ni explicación alguna. Las fosas nasales del padre empezaban a emitir un silbido curioso y su cabello de alguna forma se había revuelto como por un fuerte viento. Volvió a la sala y al pasar junto a su hijito, lo vio mirándolo con grandes ojos de asombro y con el teléfono entre las manos. “¡Ah, lo tenías vos pendejo! ¡No te das cuenta que lo estamos buscando!” Se lo arrebató de un zarpazo y empezó a marcar números sin coherencia; cortaba, volvía a marcar, no podía llamar a ningún número. ¡Tomá! le gritó a su mujer quien en menos de un segundo apareció atropellada por sí misma con la cabellera en el mismo estado. Tomó el teléfono y le temblaban las manos. Demoró una eternidad en marcar bien el número de la casa de su madre, y esperó y esperó, mientras comprendía que empezaba a orinarse y los tonos seguían sonando una vez por siglo. Al fin dijo ¡no puedo más! y salió corriendo al baño chorreándose entre las piernas justo cuando su madre, a quien siempre le costaba llegar al teléfono, lo estaba logrando. Su marido, que contempló todo esto manteniéndose al margen a duras penas y con el silbido cada vez más audible en la nariz, empezó a tiritar pálido y sudoroso y dijo qué carajo es la histeria. Sus palabras fueron su decisión y salió al pasillo del edificio; llegó a la puerta del vecino del D y apretó el botón del timbre hasta romperlo. El timbre quedó trabado y no paró de sonar mientras un molesto señor Benítez abría la puerta. Casi lo agarró de las solapas que su camiseta de entrecasa no tenía al preguntarle ¡qué es la histeria!, para ver los ojos del vecino perderse en una búsqueda inmóvil que olvidó rápido la ofensa y lo fue ganando y preocupando. “La histeria…” repetía Benítez sordo por completo al insoportable chillido del timbre que llamaba a la señora a Benítez a llamar al señor Benítez. Apareció ella en la puerta saludando brevemente al vecino bienhechor y antes que pudiera decirle nada a su marido éste le dijo histeria, qué era la histeria, y ella se olvidó también del timbre provisoriamente hasta dar con esa palabra con la que no dio. Benítez se empezó a preocupar en serio, y más cuanto que tenía problemas cardíacos y no le sentaba bien preocuparse; a todo esto el primer hombre, que se llamaba Roberto, ya estaba golpeando todas las puertas del pasillo como un lobo hambriento y la primera mujer, que se llamaba Hortensia, que ya había solucionado su problema úrico, salía corriendo como una pantera alegre para ganar el ascensor e ir a buscar ayuda a casa de su viejo profesor de lengua y literatura, quien no tenía teléfono. Las gentes salieron al pasillo, muchos armados con palos o revólveres por las dudas, y todos oyeron la pregunta y se sumieron en una ignorancia que no puede suprimirse, con grandes niveles de angustia, nerviosismo e irritación. Todos guardaron prudentemente sus armas antes de precipitarse escaleras arriba y abajo buscando la respuesta que calmara todos sus dolores como un mágico bálsamo. El edificio se alborotó por completo, y por todas partes se oía cada dos palabras el término histeria, cada vez más agudo, más ronco y estrepitoso. Hortensia salió a la vereda y empezó a correr despavorida por la mitad de la calle más o menos vacía de la noche, con una sonrisa cadavérica dibujada en su rostro medio amarillo medio verdoso, con las polleras flameando por su cintura. La gente que se detenía a verla pasar no dejaba de oír sus palabras “la histeria, la histeria, la-ra-la li la lá, qué es la histeria qué es la histeria” y luego de un tiempo de que ya había pasado seguían todos en el mismo lugar masticando las palabras y preguntándose qué era la histeria. Poco a poco sus miradas se topaban entre sí y de pronto la calle entera se encontraba reunida por una sola situación. Ya un joven empezaba a gritar ¡histeria, histeria!, ya un anciano se agarraba la cabeza porque no podía conseguir acordarse de la palabra y estaba más allá del hartazgo de que le pasaran esas cosas, ya una adolescente empezaba a rugir y a arrancarse las mangas del pulóver. La pregunta se difundió por la calle en todo el recorrido de Hortensia quien terminó inconsciente en la esquina de Domingo Matheu y Córdoba tras tropezar con un adoquín y golpearse la cabeza y luego en forma radial por los espectadores de su carrera, y también se propagó por vía telefónica hacia otros puntos lejanos de la ciudad y hacia otras ciudades de la provincia y del país, desde los departamentos del edificio primero. Hombres y mujeres invocaban a padres, madres, hermanos, tías, amigos doctos en la lengua, viejos sabios, jóvenes estudiantes, mentirosos tranquilizantes, y lo único que lograban era expandir el problema geográficamente. Como era de noche, algunos llamaron a otros países buscando bibliotecas, academias o universidades abiertas, y el problema se hizo internacional. Los empleados que atendían las llamadas pronto estaban recorriendo los establecimientos a los gritos o sacándose mechones de pelo con las manos o teniendo colapsos nerviosos, iniciando nuevos focos que se expandirían como el fuego sobre paja seca. En todas las ciudades, grandes y pequeñas, del Sur y del Norte, la gente empezó a salir a la calle desesperada buscando una respuesta. Los canales de televisión debieron interrumpir sus emisiones porque los llamados eran incesantes y en los estudios todos oían la pregunta y no podían sino preguntarse por todos los santos de la puta madre qué mierda es la histeria. La pregunta salía al aire en noticieros, emisiones deportivas y programas de entretenimiento, en las radios, en el viento, el bullicio en las calles crecía, y en los centros de las grandes ciudades la inquietud se aglomeraba tanto que estallaban por doquier luchas sanguinarias, saqueos, ataques a edificios públicos y grandes hogueras en esquinas y parques alrededor de las cuales danzaban multitudes enardecidas, y las fuerzas del orden no los reprimían porque todos sus efectivos daban vueltas por el suelo o saltaban de los techos de patrulleros y edificios o estaban danzando en las hogueras y porque sus jefes y los presidentes y sus ministros se estaban ahogando en la piscina o rompiéndose la cabeza contra los muros del jardín de la fiesta que celebraban junto a las bailarinas del gran teatro que trepaban como reptiles las paredes de la gran residencia. En las casas de todos los sacerdotes las luces estaban encendidas porque rezaban y rezaban y no paraban de rezar cada vez más fuerte hasta los gritos abriendo de par en par las puertas que daban a los balcones, cayendo varios de ellos irremediablemente, los demás dando sin querer un fervoroso sermón a los fieles que se acercaban. En los mercados, en los cines, en las ferias del mundo el clamor era ensordecedor y las cosas volaban por los aires de un lado al otro. Varios gobernantes quisieron decretar el estado de emergencia o huir de sus jurisdicciones en llamas; varios generales quisieron tomar por las armas el gobierno y varios demagogos liberales aprovechar la situación para atraer a las masas con sus encantos carismáticos, pero nadie podía hacer nada porque les carcomía las entrañas esa pregunta que no podían sacarse de la cabeza ni dejar de repetir salvajemente. El mundo entero estaba despierto y se revolvía con frenesí en la fiebre más tremenda que hubiera visto la historia.

El hijo de Roberto, que se llamaba Paco, que había quedado solo en su casa con la puerta abierta y solo en el edificio silencioso salvo por un timbre que no cesaba, oyendo poco a poco crecer el rumor que provenía de la calle abajo y los gritos en la televisión que había quedado encendida, ayudándose con una silla y unos cuantos libros había podido alcanzar el gran diccionario que descansaba en un alto estante de la biblioteca del comedor. Lo bajó hasta el suelo y buscó esa palabra que no sabía qué era. La encontró y, tras reflexionar unos instantes, volvió a jugar a los autitos.

7

Les decían “los loquillos”, “los pibes”, “la bandita”, “la pandilla”, “los hippoteros”, “los alegres”, “la familia”, etc. Eran fácilmente identificables por su presencia compacta, que se trasladaba de la misma forma a cualquier parte. Por esto, los más maliciosos también les decían “la secta”. Iban todos juntos a todos lados, siempre el mismo grupito en las plazas, los recitales de rock, las marchas políticas, los festejos populares, las calles en movimiento. Hasta que encontraron la casa.

Fue en un paseo que, por una de esas casualidades, no dieron todos juntos, sino sólo cuatro de ellos, Federico, Sabrina, Lucía y Patricio, por la avenida Monteverde. A la altura de Bejarano y Chaumeil encontraron esta casa desgreñada que, como una simple invitación de la vida, tenía la puerta abierta. Desde luego que no se detuvieron a pensarlo, entraron de inmediato y cerraron la puerta tras de sí para revisar la casa que, ya por esa falta de cuidado, ya por su frente semidestruido, ya por lo que pudieron husmear del patio interior desde la puerta de chapa del costado, parecía estar abandonada. Después, al comentarlo con el resto del grupo, comprenderían el enorme peligro que habían corrido al meterse tan despreocupadamente en una casa desconocida, y, para colmo, encerrándose a sí mismos dentro, sin imaginar ni por un segundo si había o no gente en ella.

De todas formas no había nadie, salvo alguna rata huidiza que dejó escuchar sus veloces pasitos, un par de murciélagos que hallaron durmiendo en un cuarto, y la humedad que se comía las paredes. Los cuatro amigos estaban en el paraíso. En el corazón de la pequeña ciudad que ya estaba agotando todas sus ofertas habían hallado un tesoro escondido, una guarida perfecta, un verdadero corazón para su vida inseparable. No sólo era una casa, lo que le daba en el acto el título de tesoro escondido; era una casa grande, era una casa con patio, con cocina y baño y cuatro ambientes más, y otro cuartucho al fondo que parecía un lavadero o un depósito, habitaciones que les hacían abrir cada vez más deslumbrados los ojos y proferir exclamaciones de alegría a medida que eran descubiertas. Y como si con esto no hubiera sido suficiente para que ése fuera el día más grandioso de sus vidas, no sólo era una casa grande, destartalada y hermosa, y esto los hizo emocionarse visiblemente: era una casa amueblada. Tenía pequeños cuadros insulsos en las paredes del pasillo de entrada; luego, a la izquierda, en la sala mayor, sobre las tablas de madera del piso había dos sillones blancos impecables, en perfecto estado aún, y un extenso banco de madera que pronto moverían al patio antes de destruirlo. Además, la lámpara, que como todas las lámparas de aquella casa no funcionaba, estaba envuelta en una pantalla esférica de papel, que hizo que Sabrina se largara a reír de la emoción cuando empezaban a jugar con la idea de instalarse. En la pieza contigua había un escritorio de madera y una silla, y en la que seguía atrás se amontonaban colchones y almohadones mugrientos junto a artefactos obsoletos tapados por la oscuridad. En la sala contigua una mesa redonda les decía con su silencio de desconocida que pronto sería la mesa de sus vidas, que allí jugarían innumerables partidos de cartas y juegos de mesa, y escribirían toneladas de papeles y olvidarían pilas de abrigos y discutirían hasta la carcajada antes de volver a comenzar. En la cocina del fondo ¡había una heladera!, que por supuesto tampoco funcionaba, cosa que no le importaba a nadie en lo más mínimo. Casi por último, como una frutilla del postre, una pizca, un detalle para hacer inmortal todo aquello, en el depósito junto a la cocina había por lo menos veinte envases vacíos de cerveza, lo que quería decir adiós vales, adiós apuro porque cierra el kiosco, adiós míseras preocupaciones, adiós, adiós.

Y sin embargo, se les había pasado por alto lo mejor. Es que la euforia de ese hallazgo descomunal cegó la afinada percepción con que habían entrado los cuatro exploradores. Cuando salieron al patio eran chanchitos contentos que bailaban de felicidad, se abrazaban, saltaban, se colgaban de los postes que sostenían el techo que cubría medio patio, de las ventanas, de todos lados. Lucía y Patricio, que eran la primera parejita del grupo, se besaban con labios tirantes que no podían dejar de sonreír ni besarse. Ese patio sería quizás el regalo más hermoso de todos esos pedazos de cielo terrenal que la vida les estaba dando con generosidad infinita, como si ni se le hubiera ocurrido, como un premio de honor por quién sabe qué enorme mérito.

Entonces se quedaron directamente en el patio, ya que era primavera ascendente y la tarde era cálida y el cielo se bañaría con todas las hermosas variaciones fulgurantes del azul, recortado por la medianera y el techo que corría a lo largo del patio, y los edificios más o menos cercanos, y la cerrada red de ramitas que formaban una pequeña parra en la parte en que el patio se hacía un pasillo que iba hacia la puerta de chapa que daba a la calle. Y atardeció y anocheció en efecto, y luego de dar tres vueltas más por la casa se fueron a buscar a los otros para pasar la noche allí, festejando el regalo que quizás durara un solo día, mayor razón para festejar cuanto antes y lo más posible.

Probablemente para entonces ya había sonado el nombre con el que pronto la bautizaría el habla colectiva: 7. Ese nombre surgía de la costumbre que tenían de llamar a las calles por su número y no por su nombre, y de que la calle en la que se habían topado con una puerta abierta era la calle 7.

En media hora estuvieron todos en la sala grande, la que daba a la vereda por dos ventanas cuyas persianas no creyeron prudente abrir. Y entonces uno que recién llegaba, Antonio, descubrió bajo sus pies un cuadrado marcado en las tablas de madera del piso, y una manija de metal. El estallido fue unánime. Se alzaron los gritos y se empujaron los varones para abrir y ver primero que nadie lo que abajo aguardaba. Para ver bien debían esperar demasiado, alguien tendría que ir a buscar una linterna a su casa, nadie estaba dispuesto a esperar tanto. Sacaron todos los encendedores que tenían, en total cinco, de los cuales encendían sólo dos, pero recurriendo al viejo truco de encender con la chispa de uno sin bencina la bencina de otro sin piedra, lograron llegar a cuatro mientras pudieran mantener apretado el botón los portadores. De todos modos no se lograba ver nada, pero, milagro de los milagros, como una lógica inquebrantable de la providencia, una chica audaz, Dalila, buscó y encontró velas en un cajón de la cocina. Los escalones apenas aguantaban el peso de los cuerpos, doblándose hasta el límite de la flexibilidad. Además ya había dos escalones rotos, que debieron saltear sin movimientos bruscos. Abajo el espacio no estaba ocupado, como en todos los demás rincones de la superficie de la Tierra, por aire. Aquí lo que llenaba de extremo a extremo el espacio eran las telarañas, fundidas en un denso bloque que casi hizo llorar de éxtasis al primer explorador. Luego, al expandirse el rumor gritado, ya todos supieron lo que aguardaba y la felicidad no tuvo excesos. No, hasta que los privilegiados que cupieron allá abajo vivieron los diez segundos más alucinantes de sus vidas; fue cuando a Antonio se le ocurrió arrimar su encendedor al bloque de telaraña frente a ellos, desencadenando un incendio de seda que se abrió hasta los extremos, borrando la blanca armazón brillante por el fuego, y abriendo el espacio al aire, como un universo que se expande.

Ahora el paraíso estaba completo. No sólo un salón para bailar, una mesa para comer, habitaciones para fisurar, un baño para encerrarse a vomitar, no sólo un patio para pasar días enteros; también un sótano para aterrorizarse, para desear ir todo el tiempo y no ir nunca, o para limpiar y convertir en el pabellón de los secretos. De todas estas posibilidades, la que se impuso fue la de convertirlo en el recóndito cuarto del amor, donde los enamorados o los borrachos hallarían la intimidad necesaria para desfogarse al promediar la noche, una vez que solucionaran el problema de las ratas.

Llegó la revisión más científica y pormenorizada, liderada por Camila, a quien le encantaba tomar el mando, seguida por la parte masculina del grupo, a la que le encantaba seguirle la corriente para reírse a carcajadas por lo bajo. Con esta revisión concluyeron que la casa no tenía luz ni gas, pero sí agua corriente, que era lo más fundamental, ya que el baño era la única condición excluyente para un asentamiento. Y con el heroico escarbamiento de Hernán, quien se aventuró entre los colchones que más que colchones parecían trampas mortales, llegó el otro gran descubrimiento de la noche, que superó ampliamente al sótano: un flamante tocadiscos, golpeado, rayado, pero no vencido, que se convertiría en la mascota de la casa, y en el responsable de la música del día y la noche hasta que se hartaran de los discos disponibles, cosa que no sucedió nunca.

A partir de esa noche el grupo de amigos redujo sus apariciones en los espacios públicos de manera abrupta. No hubo siquiera una discusión, un comentario; fue el impulso natural y unívoco pasar a reunirse directamente en 7, luego de instalar una nueva cerradura en la puerta y hacer una copia para cada miembro del grupo que evitaba por todos los medios autodenominarse como tal. Y Joaquín llevó una garrafa con hornalla para calentar el mate, los fideos y las sopas, y Sabrina puso un espejo en el baño para evitar la degeneración de las costumbres, y Federico cadenas con candados para reforzar la seguridad de las puertas que daban al patio, y Betiana un equipo de música que, como los demás aportes, ya se quedaría ahí para siempre.

Y empezó la decoración de 7, los dibujos en papel que se colgarían por todos lados, las inscripciones en determinadas zonas de pared, pero que por propuesta de Camila no se admitirían en el salón, salvo por los vidrios de sus ventanas, cuya capa de polvo era una invitación demasiado pura como para no posar allí los dedos e inscribir frases indelebles. Las velas inundaron los rincones, en cada esquina de cada habitación se iba formando un monte de cera que se convertía en el apoyo natural de la siguiente vela que lo alimentaría en un ciclo eterno. Conforme a que las reuniones se hicieron cada vez más nocturnas que diurnas, la luz de la vela pasó a ser la luminosidad natural para sus ojos, ya que durante el día se dedicaban cada vez más a dormir, en sus casas o en 7 que de vez en cuando se convertía en el alojamiento de todos. Pero desde el principio fueron muy estrictos en la confidencialidad, en el secreto absoluto sobre la existencia de 7, ya que de correrse el rumor, las consecuencias podrían ser para todos tan impredecibles como funestas.

Y empezaron a olvidarse las cosas allá, hubo guitarras que acabaron por ser expropiadas a sus originales propietarios para pasar a engrosar el patrimonio de 7, también una bicicleta que le quitaron a un hombre que los había empezado a insultar y que había terminado persiguiéndolos con la punta de una botella rota en la plaza cercana; esa bicicleta fue instalada con eminente orgullo, con un orgullo radiante en todos, ya que pasaba a ser el vehículo fundamental del grupo, con el que podrían llegar mucho más fácilmente al único kiosco del barrio que permanecía abierto toda la noche y que siempre dolía tanto tener que visitar, cuando se acababa la cerveza o los cigarrillos o era preciso satisfacer la gula general. Aunque esta facilidad tuvo la contracara de dar fin a esos siempre extraños viajes por la calle nocturna de tres o cuatro encomendados, en los que se vivía como un sueño despierto el contraste entre esa vieja, anciana realidad y la que se había impuesto como realidad verdadera y máxima, la realidad tenue y colorada, de sombras chinescas en las paredes y el lejano y oscuro cielorraso, la realidad saturada por una nube de humo espeso cuyo desenvolvimiento de formas en el aire era la forma del tiempo, que no daba pasos concretos y cortantes como el tic tac de un reloj sino que se deslizaba suavemente por el espacio, girando y envolviéndose a sí mismo, y expandiéndose lentamente hacia todas partes para chocar consigo mismo y mutar, sin llegar jamás a ninguna parte.

Pero esta desventaja fue solucionada la vez que Joaquín, que acompañaba a Federico sentado en el canasto donde llevaban los envases vacíos, en una carrera veloz y alucinógena por la vereda venció la resistencia del canasto al chocar la rueda delantera con uno de los innumerables desniveles del terreno que Federico no pudo ver por el bulto que era Joaquín y por el carácter alucinógeno de la carrera. Entonces volvió a ser necesario que fueran al menos tres al kiosco cada vez para cargar todos los envases, ya que a nadie se le ocurrió jamás soldar el canasto a la bici.

Llegó el momento en que desaparecieron íntegramente de cualquier otra parte, para la extrañeza de los vecinos y transeúntes y conocidos que solían verlos siempre en algún lado y pensar “ahí están esos…”, comentario mental que reemplazaron los más curiosos por “¿dónde estarán esos…?”. Y estaban ahí, en el paraíso, en su guarida, en 7, y era la época de mayor felicidad para todos, la época en que ya se sentían completamente en casa, completamente cómodos, pero todavía sin que la costumbre disolviera la novedad con su apagada placidez. Era el tiempo de las fiestas hasta agotar los bolsillos de comprar cerveza y las pilas del equipo de música a todo volumen, sin pensar un segundo en el vecindario, ya que eso quedaba del otro lado de las paredes del mundo, en esos grises lindes de la existencia, donde el frío (aunque afuera hacía a veces más calor que adentro, pero eso no cambiaba su imaginario colectivo) y el silencio (o peor, las bocinas y las motos tronantes de pobres imbéciles) señalaban que se estaba cerca del abismo, donde sí que terminaba todo.

Y llegó el día en que a uno, a Patricio seguramente, se le ocurrió la idea de hacer un asado. Y cómo no lo habían pensado antes. Empezó el tiempo de los asados en el patio, de juntar ramas por la calle mientras iba cada uno a 7 pensando que a la noche seguro que había asado, de ir a comprar carbón, de juntar la plata para la carne y el pan, de sacar la mesa redonda al patio vespertino para comer pasada la medianoche, mitad bajo techo, mitad bajo estrellas, y cagarse de risa hasta atragantarse y acordarse tarde de la ensalada y fumanchar en sobremesa horas y horas, y maldecir al amanecer por llegar tan rápido, pero irse de todos modos al techo para ver cómo todo clareaba y la realidad se desvanecía para dar lugar a la noche, territorio del sueño gris, coronada por la salida de un sol verdugo y vigilante, trayendo su propio tiempo a cuestas. Ya habría venganza para todos, ya la habría pronto, ahora era irse a dormir a sus casas para no despertar sospechas y vaciar el estómago para el asado siguiente.

Pero un día, o una noche mejor dicho, puesto que el sol aún brillaba en lo alto, la realidad se interrumpió de la manera más abrupta e insospechada para todos. Lucía llegaba primero que nadie esa vez, serían las dos de la tarde; metió la llave en la cerradura y no la pudo hacer girar. Trató y trató, hasta que, al sentir ruidos adentro, espió por la rendija de la llave y vio el cuerpo de un hombre desconocido que se acercaba con pasos amenazantes. Corrió con todas sus fuerzas hasta doblar la esquina, y allí se quedó, espiando desde lejos el frente del paraíso clausurado de manera incomprensible, hasta que una hora después vio acercarse a Hernán por el otro lado y lo llamó para contarle la nueva, y así con los que siguieron llegando, hasta que se formó en la esquina la primera reunión de la banda entera fuera de 7 en mucho tiempo.
La desazón fue, otra vez, unánime. El desconcierto, también. De vez en cuando pasaba uno con patético disimulo y se asomaba para husmear por el pasillo que daba al patio, pero sólo veía lo mismo de siempre, el patio como lo habían dejado la noche anterior y la puerta que daba a la cocina, al fondo, cerrada. Nadie atinó a hacer nada por un tiempo. Esa noche acabaron por volverse cada uno a su casa, para sufrir cada uno en su propio pecho la rotunda derrota sin asistir a la tristeza general.

La mañana siguiente se volvieron a juntar en la esquina, pero no todos, para no ser sospechosos. Claro está que no entendían que lo sospechoso era que no estuvieran todos. Hicieron guardia por horas hasta que vieron salir de 7 a un hombre alto, de complexión fuerte, de cabello corto canoso y barba, vestido de entrecasa. Tendría cerca de cincuenta años, pero quizás cuarenta. Dejó una gran bolsa de basura al pie del árbol frente a la puerta y volvió a entrar sin verlos. Pese a las oposiciones, Sabrina llegó al frente de la casa, y revisó la bolsa que el hombre había sacado. Los de la esquina oyeron, como si lo hubiera gritado dentro de sus cabezas, el ¡no! lleno de dolor que brotó de ella al abrir la bolsa, pero fue más elocuente la expresión de su cara que se quebraba, como si le hubieran hecho añicos el corazón. Sacó, lentamente, para que todos lo vieran, mientras todos agitaban los brazos para hacerla volver, el hermoso dibujo que Dalila había hecho alguna vez, y que había quedado colgado para siempre en la puerta del baño. Todos sintieron la misma patada en las entrañas al verlo de lejos, pero apretando el estómago llegaron a ella corriendo y se la llevaron mientras estallaba en sollozos y forcejeaba maldiciendo a ese hombre desconocido y a la vida, que quitaba todo con el mismo capricho con que lo había otorgado.

En esos días se los volvió a ver, en ciertas plazas y jardines, en veredas, pero ya no irradiaban la energía brillante que era la envidia de unos y la nostalgia de otros, ya no cantaban ni reían, e incluso empezó a faltar siempre alguno que otro, que había preferido quedarse en su casa, sepultarse en su cama. Las reuniones se hicieron cada vez más silenciosas, pues ni siquiera recordar en voz alta podían, por los nudos que se formaban en las gargantas al instante.
Hasta que un día Camila llegó radiante. Ella sola llegó con el aire de los viejos tiempos, desentonando demasiado con los demás; era inminente que algún lado contagiaría al otro, o chocarían y se dispersarían. Pero bien pronto ella decidió: no sin gran esfuerzo, pero con paciencia infinita, logró movilizarlos a todos hacia la casa de quien vivía más cerca, Hernán. Una vez allí, cuando todos estaban a punto de mandarla a la concha de su madre por la ofuscación que les producía su misteriosa alegría, les contó su sueño. Y los contagió. De inmediato empezaron a surgir ideas, saltando como pochoclo en la cacerola de sus mentes despabiladas por un baldazo de agua fría. Ideas, trucos, datos, risas, volvió la vida al grupo malherido en un destello sin duda agónico, pero, como en toda agonía, con todas las fuerzas que le quedaban a la vida.

Esa misma tarde todo estaba ya estudiado y acordado: el plan para la recuperación de 7 era un hecho. Todos volaron a sus casas con las listas cuidadosamente confeccionadas para no olvidarse de ninguna herramienta ni detalle, pues esa misma noche sería el intento, la única chance que tendrían de rescatar el paraíso perdido por sorpresa.

El punto de reunión fue otra vez la casa de Hernán, desde donde partieron a las tres de la mañana, divididos en pequeños grupos, cuasi celulares, de acción.

Cada uno de los grupos tuvo su turno para trepar a los techos por el sitio que se había convenido como el más apto, por su facilidad y discreción. Se trataba de un almacén situado al otro lado de la manzana, por cuyas rejas se podía trepar, apoyándose en las ventanas y cornisas de las casas vecinas. Los varones más hábiles subieron primero para ayudar a los demás en el ascenso final, que exigía una escalada demasiado difícil para los temerosos y los débiles. Llevó su tiempo la subida de todos, ya que cada automóvil o transeúnte avistado, por lejano que se encontrara, obligaba a interrumpir la operación, debiendo esconderse los de arriba y disimular una eternidad de tiempo los de abajo. Además, había algunos a los que resultaba prácticamente imposible hacer las cosas en silencio, y éste era un requisito excluyente, pues por el ruido excesivo o en un momento inoportuno que hiciera uno solo de ellos podía fracasar todo el plan, y todos sabían que había una sola oportunidad, y ya se estaba jugando.

Pero al fin todos estuvieron arriba, y todos con sus cintas adhesivas pegadas a la boca para evitar olvidarse del silencio, y todos apartados ya de la vista de la calle, con lo que empezaba la fase más complicada: la de llegar al techo de 7. Y esto no sólo por los difíciles tramos a atravesar, los que ya eran probablemente el mayor desafío práctico en la vida de cada uno, sino porque además había que hacerlo todo con pasos suaves de felino, para no llamar la atención de los que dormían o velaban abajo, y con la mayor velocidad posible ya que muchas ventanas de edificios daban a ellos, por lo que no sería nada prudente quedarse mucho rato ahí arriba.
Para pasar hicieron una fila india, manteniéndose cerca el uno del otro para ayudarse a seguir y sostenerse si alguno perdía el equilibrio. Esto pasó más de una vez cuando debieron atravesar una delgada medianera, tramo extremadamente delicado que Gabriela y Lucía estuvieron a punto de rehusarse a seguir, aun sabiendo que era imposible volver atrás sin perder el adelante. Acabaron pasando sentadas, lo que restó mucho tiempo y significó un enorme peligro de ser descubierto; Enrique, el más inseguro de los varones, las imitó.

Al fin llegaron al techo de 7. Al hacerlo, sus corazones se hincharon de alegría, por más que supieran que no habían ganado todavía y que quizás no lo lograran. Es que había sido tanto el dolor por el destierro repentino, sin siquiera la oportunidad de una despedida, que el solo hecho de volver a pisar su techo, bajo el cual estaba la cocina, el pisar un poco de su tierra firme, era ya gloria suficiente para festejar.

Pero no se detuvieron a festejar, desde luego. Ahora llegaba la fase final y no debían perder la concentración ni la frialdad, ahora menos que nunca. Con extrema cautela bajaron uno a uno, luego de dejar las zapatillas en el techo para enmudecer los pasos, al patio de sus amores, tan extrañado en esos días. Pero no había tiempo de contemplarlo ni de sentir esperanza alguna: había que actuar solamente. Cuando estuvieron todos abajo, vieron que la situación de las puertas era la misma de antes: todas cerradas con cadenas y candados puestos por fuera, menos una que se cerraba desde dentro. Probaron con sus llaves los candados y la puerta, aunque, como se imaginaban, ninguna funcionó. Entonces Patricio procedió a abrir la puerta con su viejo método de ganzúa, sin poder evitar el ruido pero convencido como todos de que ése era el único medio ya, o el mejor, lo que para el caso era lo mismo. Tras un minuto eterno de intentos fallidos que hacían sudar gruesas gotas a todos y temblar las rodillas a varios, y de pequeños ruidos que resonaban en las mentes de todos como potentes explosiones y alarmas, su mano giró noventa grados y luego más y luego más, y de inmediato Camila se irguió en una conminación a la quietud absoluta, exactamente antes de que empezaran los festejos y los aullidos agudísimos de las mujeres que, de haberse dado, quizás habrían terminado con todo allí.

Encendieron las linternas y le dieron una a Patricio, quien abrió con un movimiento rápido la puerta, sabiendo de sobra que si lo hacía lento las bisagras crujirían. Entraron tres primero a la sala oscura donde seguía estando la mesa, ahora ocupada por objetos extraños que no se detuvieron a inspeccionar. Cuidaban los pasos descalzos como si pisaran un campo minado. Así se acercaron a la puerta que comunicaba la sala con las habitaciones delanteras, donde seguramente estaría el hombre, y, quién sabía, más gente. La puerta estaba cerrada, pero era obvio para cualquiera con sentido común que no tendría llave ni cerrojo puestos, pues no había a quien privar el paso, además de que de noche es preciso despejar el paso hacia el baño de cualquier contratiempo. Los tres que entraron primero se apostaron contra esa puerta, mientras los demás iban entrando con el mismo recato a la sala. Los tres del frente se miraron con rostros en los que el terror y la adrenalina eran tan grandes que se empujaban a codazos en uno a la otra sin poder desalojarse, quedando ambos, tensos, compartiendo la misma cara. Se miraron los tres con el sudor chorreándoles por la frente, y contaron en silencio con las cabezas hasta tres. Uno. Dos. Tres. Y abrieron la puerta de un saque como la del patio y avanzaron echando luz con las linternas en una marcha febril, sin saber adónde iban hasta que enfocaron al hombre que se despertó tremendamente sobresaltado en una cama a la izquierda del cuarto, y sacaron los cuchillos de sus bolsillos y se abalanzaron los tres juntos sobre el hombre que los vio venir con un grito de pavor y alzando los brazos para proteger tan pobremente su carne de los metales afilados con esmero durante horas y horas. Las primeras cuchilladas dieron en sus brazos que no llegaron a hacer nada, y el grito se agudizó pasando del registro del pánico al del dolor extremo, y los chicos que, al contrario de él, seguían llenos de pavor, avanzaron con otras cuchilladas para llegar al pecho de aquel usurpador maligno, y uno lo logró en ese segundo envión, quebrando la defensa del hombre que, tirado en la cama, recibiría de allí en más todas las puñaladas sin mover un dedo, devolviendo sólo sangre por las heridas y la boca. Entonces los tres de la vanguardia hundieron algunas veces más sus cuchillos en la blanda carne del usurpador vencido, y luego se quitaron las cintas de la boca y llamaron a los otros para que se enteraran de la victoria y fueran a darle al hombre sus propias cuchilladas, y fueron de a tres, extasiados, llegando a la cúspide más alta de placer y felicidad que hubieran subido nunca, a clavarle cada uno por lo menos veinte puñaladas, descargando no sólo toda la adrenalina que habían acumulado durante la misión en su atropellada sangre, sino también todo el dolor que ese hombre y su ocupación les había hecho sufrir en esos que habían sido de lejos los peores días de sus vidas. Y ahora todo eso terminaba, el paraíso volvía, 7 volvía a sus legítimos ocupantes, que no habían recibido la ayuda de nadie, que se lo habían ganado con sus propias manos, ahora manchadas de sangre, de sudor y de lágrimas ante la misión cumplida.
Entonces todos se quitaron los bozales y todos festejaron a los saltos otra vez, como la primera en que pisaron esa casa, pero ahora con la redoblada felicidad de haberla recuperado en todo su esplendor luego de sufrir su falta, y todos parecían presentir que ahora vendrían los tiempos felices de verdad, que esto recién comenzaba, y que ya nada en el mundo les quitaría el paraíso de 7.

Luego del festejo, o mejor dicho, entre los festejos, comenzaron a cortar la carne, a despellejar, a destriparla y limpiarla de vísceras, comandados por el diestro Hernán que había vivido en el campo y sabía de sobra cómo hacer todo aquello. Y mientras tanto, tanta era la ansiedad, tanto era el rebozo de entusiasmo que brotaba de todos y cada uno, otros empezaron a hacer el fuego con lo que encontraron a mano, ya que no se podía ir a comprar carbón a esa hora. Como faltaba leña tuvieron que desarmar algunas sillas, mal menor, ya las repondrían pronto con las de sus casas, y cuando el fuego estuvo listo los impacientes les arrebataron a los laboriosos las presas, estuvieran ya preparadas o no, y un rato más tarde todos comieron el asado más exquisito que hubieran soñado jamás que podía existir, sin ensalada, sin cubiertos, sin pan siquiera, chorreándose las manos hasta los codos con el jugo de esa carne suprema, la carne de la gloria, el asado de la vuelta a 7.




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escenas de un día cualquiera en la ferretería de los poetas

*


Entra un hombre que aparenta más edad de la que aparenta, con grandes ojeras y el cabello corto negro ceniciento.
–Hola. Necesito un litro de pintura.
–¿De qué color?
–Y… un silencio… algo así como jazmín hecho trizas en la sombra, pero algo marmolazo; como que se cagó de frío.
–No se diga más. Aquí tiene.
–¡Ah, genial! ¿Cuánto le debo?
–Serían tres soles de mimbre caucásico, de ése que ya no lastima si los ojos se desprevienen.
–Uh… subió bastante esto, ¿no?
–Sí: todo lo que es pintura se fue por las nubes.
–Bueno ¿Sabés? Ahora ando algo corto… pero esta misma noche te los sueño. ¿Dale?
–Listo. Hasta luego. Después traeme la imagen.
–¡Seguro! Chau.



*


–Buenas… ¿Tiene clavos? –pregunta el hombre algo pelado, canoso, con cierto aire a Galeano.
–¿Clavos para qué?
–Tengo que clavar unas mariposas en mi espalda, bah, yo no, yo no llego con los brazos, ¿vio? –y empieza a reírse buscando complicidad–. Pero también quería clavar unas sobre una tabla de terciopelo caliente, ¿vio?, que va sobre una viga, abigarrada está a la viga que la abriga.
–¡No me diga! –y el empleado rió también–. Mire –dice, mientras hurga agachado en los cajones bajo el mostrador–: tengo unos clavos especiales para superficies candorosas, ¿ve? –le extiende en la mano unas cuantas espinas de cactus con ojos como cabezas para remachar–. Usted martille el ojo sin miedo, que al romperse derrama un pegamento. No sufre.
–Deme quince mil.



*


Entra un joven de aire ausente, realmente sin presencia, aunque el empleado que lo saluda adivina un fondo, o una superficie, muy deshecho.
–Hola, emmm… yo necesito un alma.
–Uhh… –suspira el empleado, conmovido, y chista–. Th! Mirá: nosotros no vendemos; tenemos accesorios para alma, viste, cuando se rompen, se vacían, sangran, pero almas almas… –Se acerca al joven desconsoladamente blanco y le dice por lo bajo– en realidad no se permite entrar a las personas sin alma, es una regla del patrón, pero andá tranquilo (igual, no te va a doler); yo creo que podés encontrar en algún bar o alguna sala de teatro chiquito, ahí a veces se pierden las almas, qué sé yo… Buscá, y por ahí encontrás, en algún rincón. Si no, lo que te queda es esperar en alguna plaza al sol, a que se les caiga alguna a los tórtolos y ruede lejos sin que se den cuenta, pero eso ya es criminal.
–No, deje, deje, gracias –y empezó a irse sin pasos, deslizándose por las irregulares baldosas de piedra.
–¡Suerte, che!



*


Entra un hombre. Es alto.
–Lamparitasss.
–¿Comunes?
–Sí, eh, de ideas, sí sí, comunes.
–¿Qué potencia?
–Y… estoy fundido, totalmente fundido. Como para cuarenta sonetos.
–75 watts.
–Bárbaro. ¿Qué salen?
–Quince bocados.
–Regio. ¿La probás?
–Cómo no –y enroscó el foco en un portalámparas de prueba; al presionar la tecla para encenderla, la lámpara estalló en una ola voraz de colores, texturas, sonidos, imprecaciones, vocablos exóticos e insinuantes, miradas, llantos, timbres de voz, lugares. Todo en un relámpago que dejó a todos los presentes aturdidos, abrumados.
–Estaba… estaba fallada –dijo al fin el empleado, recuperándose de la emoción.
–No importa. Yo ya tengo lo que necesitaba. ¡Adiósss!
–¡Atorrante! –masculló iracundo el pequeñoburgués que observaba.



*


Entra una dama púrpura que parece la resurrección del abismo prenatal en el deseo de quienquiera la contemple. Su color entre purpúreo y azul sombrío late, oscureciéndose hasta negro y volviendo, con su respirar.
–Hola. ¿Está el encargado? –pregunta con una voz del mismo color.
–Sí, soy yo. ¿Qué necesita, prodigiosa dama?
–Vendo el placer de mi secreto. No sé si le andan faltando voluptuosidades…
–Mmm… a ver, me voy a fijar en el depósito.
Cuando el encargado, único personal presente, se va, la mujer se apaga absolutamente como un cerrar los ojos de tristeza.
Al volver y no encontrarla, el encargado se pone a rabiar:
–¿Cómo la dejé pasar? Seguramente vivíamos un mes de lo que estaba ofreciendo. ¿O no sería de esas chistosas…?
Pero antes de que acabe de sospechar, la dama resurge de su ausencia o su silencio, no queda claro, y lo interroga paciente con ojos de los que desatan guerras.
–Eeeeh –trastabilla la cabeza del encargado–. ¿Cuánto está pidiendo por cada pliego?
–No mucho, algo para comer nada más. Algunas esperanzas, algo de paz. Si usted quiere le doy todo por un puñado de perseverancias, para pasar la semana.
Al oír el “le doy todo” el corazón del encargado sufrió un no pequeño estrangulamiento al nivel de la garganta, pero luego volvió en sí (o en otro, en esos casos ya no se puede saber), y ahora decide no aprovecharse de la incandescente desdicha de la dama que sin saberlo tiene una mercadería muy preciada y buscada, y anda regalándola por ahí. Carraspea.
–Mire, mi estimada dama. Primeramente permítame decirle que es un honor para mí y para esta institución que usted esté presente aquí. Segundo: lo que usted tiene vale mucho, pero mucho… como mínimo yo tendría que darle todo el amor del que nos escribe, ¿me entiende? Y yo, la verdad es que me salvaría tener esa cantidad, pero no la merezco aún, nunca la he tenido. Pero yo le pido encarecidamente que me espere, así yo puedo reunirla. Por favor, espéreme, tal vez en sólo un par de años puedo conseguir lo que vale. Deme ese honor; considere que yo soy el primero que le dice la verdad, y usted podría estar ahora derrochando todo su océano nocturno sin saberlo. Déjeme que le dé como seña toda la paciencia, la entrega, el coraje que tenemos aquí; serán unos veinte kilos de cada uno, y ante todo lo que guardo con más celo desde siempre: una plantita de ternura que sembré hace ya veinte años y de la que jamás he cortado una flor.
Escuchando todo esto, la incandescencia bruna se fue deteniendo en un tono de púrpura que se iba incendiando cada vez más con infusiones carmesí y rojo, y hasta atisbaban destellos blancos, envueltos siempre en cápsulas de callado trueno azul. Hacia el final de la oferta, el propio rostro de la dama empezaba a mutarse, impredecible pero inminentemente, hasta que el color de su detenimiento hizo evidente que se aproximaba una sonrisa, y probablemente, lluvia de estrellas oculares. Advirtiendo esto, el encargado empalideció de horror y suplicó:
–Dama mía, por favor, tenga la piedad… estamos en un lugar cerrado, hay cosas frágiles, hay combustibles, podemos sucumbir si la mercadería se entera…
Ya el rostro de la dama empezaba a ser una aurora insoportable para las cosas de este mundo cuando los sensores del cielorraso detectaron el crepúsculo y se activó la alarma contra paroxismos, descargando una tibia lluvia de escepticismo en todo el local, cubriendo a los presentes con sus tropos.
La lluvia, que no mojaba a la dama, fue apagándola en un contracrepúsculo desgarrador que se llevaba al peligroso sol otra vez bajo su horizonte, y se llevaba a la dama otra vez hacia su ausencia absoluta, pero esta vez se leía en lo que quedaba de sus ojos sin sol atardeciente que se iba para no volver. La lluvia no pudo apaciguar la desesperación que hizo presa del encargado al ver la promesa convertirse en puro espejismo; empezó a temblar contraído, incrementando el volumen de su cuerpo; la lluvia recrudeció aún más pero no había forma de controlarlo. Al fin, se fue del mostrador hacia el depósito y la alarma, cuando la vibración acabó de acabarse minutos después, se desactivó.
A los diez minutos, un empleado lo rescató. Había tratado de suicidarse ingiriendo un bidón entero de resignación, cuando la dosis máxima soportable para la vida humana es medio litro. Lo llevaron de inmediato al Hospital del Desesperado, todavía con signos vitales. Evidentemente, tenía más de lo que creía para ofrecerle a la dama.




*


Una señora mayor entra ayudada por un bastón y espera su turno. A un costado hay un niño de grandes ojos y grande boca, que mira hacia la calle, como atento a algo que por supuesto no es la calle.
Un empleado se acerca, saluda e inquiere.
–Está el chico antes que yo –contestan sus setenta años.
–No, no se preocupe. Es un fantasma.
La señora abre los ojos hasta tenerlos como los del chico, cosa que en general significa bastante asombro, y mira a ambos varones alternativamente.
–Sí –insiste sonriendo el empleado–. Vea. Tóquelo.
La señora, que no se detuvo en sospechas ni miedos, extendió (eso sí, lentamente) su brazo y en su brazo su mano y en su mano su dedo índice hacia el niño, que seguía exactamente en la misma posición que al principio. Al llegar el dedo de la señora a la cara del chico, se topó con el frío.
–Ande, meta sin miedo.
El dedo avanzó tras la superficie del rostro, sumergiéndose en un líquido parecido al agua, pero un poco más denso, y que tenía la curiosa propiedad de incitar a quedarse a lo que estuviera dentro.
–Está de oferta. Acaba de llegar, importado. Inspiración de primera calidad.
La señora lo miró con los ojos del doble de tamaño y el aliento cortado. De pronto, su ceño se frunció: había reaccionado.
–Pero, ¿qué ferretería es ésta?
–La ferretería de los poetas.
–¡Ah! ¡Disculpe! –ostentando todo lo posible su enfado para contrarrestar su humillación–. Me confundí. Yo buscaba una de las normalitas.
–Qué se le va a hacer –condescendió el ferretero–. Hasta luego.




*


Un señor calvo, algo gordo, entró con aire preocupado.
–Buen día. ¿Tenés adjetivos para soldadora?
–¿Qué tiene que soldar?
–Mirá –dijo luego de un fuerte suspiro–. Tengo un sustantivo, que trae el hilo de la frase, ¿no? Es “aprendizaje”. Y después viene “`por tus manos”, que son las que enseñan, ¿me seguís? Y tengo que soldar el aprendizaje con las manos, con un adjetivo, de tres sílabas, que dé a entender que el aprendizaje lo dieron las manos.
–¿Probó con brindado, creado, etcétera?
–Sí… sí… pero no, no sirve eso, es muy flojo, traté y se despegaban a los diez segundos, y se me cortaba todo el hilo de la estrofa. No: yo necesito algo fuerte, intenso, que los suelde bien, ¿entendés? Tengo una soldadora de ésas de antes, ¿viste? Y vos le ponés uno de esos adjetivos berretas y no te los agarra. Por poco se me arruina cuando le puse ofrecido. Entraba, como antes va “aprendizaje”, ¿no?
–Espéreme un segundito que busco.
Durante la espera al cliente se le fue hinchando una vena del lado derecho de la frente.
–Aquí están. Tengo prendado, labrado (no sé si es compatible con tu soldadora), gestado, trabado, tramado, rendido, enredado, reunido, enlazado. De otra marca hay: tallado, bordado, calado, esculpido, grabado… No sé si alguno le sirve. Si no, tengo de la línea surrealista, que sueldan pero en arquito, ¿vio?, como dando un rodeo, un brinco en el hilo y vuelve, y ahí sigue derecho nomás.
–¿De ésos qué tenés?
–A ver: tengo tendido, tragado, cromado, soplado, bramado, arropado, cansado, ensopado, parlado, tronchado, limado, lanzado… bueno, hay más. Están mezclados con los lunfardos, ahora que veo. Uno especial, de mejor calidad en esta línea, que es un poco más caro, y le traería quizá problemas con la métrica, es vomitado.
–No, no, dejá, no me sirve eso. No, yo busco más para este lado…
Se quedó en silencio, cavilando, rumiando mentalmente cada vocablo ofrecido, especulando sobre su buen o mal funcionamiento.
–No, che, sabés que me parece que ninguno va a andar, no sé… Bueno, dejame que lo piense, y en todo caso vuelvo, ¿eh?
–No hay problema.
Antes de que el hombre saliera, el empleado, que se había quedado pensando, lo detuvo:
–Disculpe, señor: ¿no probó con soldado?
–¿Cómo dice?
–Claro: “aprendizaje soldado por tus manos”. ¿Eso no le sirve?
El hombre masticó unos instantes el adjetivo, y le gustó.
–Ahí está… –empezó a repetir con creciente alegría y volumen. Al fin, rió a carcajadas. Cuando se le pasó, le pidió un “soldado”, con una sonrisa soldada en el rostro.
El empleado anotó la palabra en un papel al que puso el sello de la ferretería.
–¿Cuánto le debo, amigo?
–No, deje, no es nada. No está en la lista de precios. Después me invita una observación. ¿Quedamos así?
–¡Pero cómo no! ¡Nos vemos! –dijo yéndose.
–Que tenga un buen poema.



*


El patrón está solo tras el mostrador, abstraído en sus pensamientos. Mira vagamente los productos de superchería que han dejado los proveedores minutos atrás: ídolos varios, mujeres, tótems, peluches, calendarios, prendas cotidianas de seres ausentes. Los artículos de temor en caja aparte, con las severas advertencias “FRÁGIL” y “ESTE LADO ARRIBA”; las consecuencias de parar sobre su cabeza a tales productos pueden ir de la megalomanía y el optimismo hasta el materialismo dialéctico. Afortunadamente para todos los seres de esta tierra, nunca ha pasado.
Nada perturba el ocio del patrón. Instantes más tarde aparece un joven de mirada cándida y mejillas coloradas, que espera callado a que reparen en él. Esto todavía se hace esperar un tiempo, pero al fin el patrón posa sus ojos distantes en el cliente.
–Hola –nada le responden–. Ando buscando un pituto medio alargado que lleva como engarzada una chapita en forma de L, algo gruesa. Con rosca.
El patrón, que se encuentra algo cínico en este momento y ha olido al pichón, sonríe.
–Sí, sí, cómo no… Acompañame al depósito que te muestro.
Enseguida se incorpora el hombre y se encamina hacia el fondo; el joven se apresura a alcanzarlo, y juntos atraviesan un oscuro pasillo atestado de estanterías con cajones, pilas de mercaderías y peligrosos vértices metálicos. Luego, al costado de una puerta que parece dar a un lugar más claro, quizás con alguna ventana, descienden por una estrecha escalera que da a un lúgubre sótano. Hay en él una lámpara amarilla que cuando no parpadea arroja despojos de luz mugrienta, mortecina, que cansa rápidamente los ojos.
–Por acá, por favor –comenta el ferretero a la vanguardia, como para infundirle seguridad al joven que de todas formas no parece bastante inquieto.
–En casa de herrero cuchillo de palo, ¿no? –dice el joven queriendo bromear.
–¿Por qué lo decís? –repone el patrón mientras atraviesa trincheras, vallas y otros obstáculos para llegar a la puerta del otro lado.
–No, por la lámpara –se acobarda.
–Pero si yo no trabajo esos productos, ¿de qué herrero me hablás? “Los poetas” ¿qué te dice eso a vos? Esto tiene toda una ambientación, un concepto. Un sótano es por definición semioscuro, macilento, angustiante, incluso te diría sofocante, insalubre, maloliente. Tiene que estar mal iluminado. Si no ¿cuál es mi honestidad como comerciante? Es más: nosotros producimos cosas como ésas, tenemos nuestra pequeña industria.
Llegando ya a la puerta como quien llega al fin de un señuelo, el patrón sonríe.
–¿Querés ver?
El joven está completamente acorralado por las normas de una cortesía que jamás se atreve a rechazar.
–Sí, claro –dice y traga saliva.
Cruzan la puerta que lleva a un estrecho pasillo lleno de derivaciones, con el mismo exacto nivel de iluminación que antes. Mientras avanza lentamente, el patrón va enseñando cada puerta con manos, gestos y palabras.
–Ahí producimos paisajes en aerosol; es nuestra elaboración más sofisticada, la última que instalamos. Ése del otro lado es el cuarto de pruebas para las motosierras que estamos tratando de poner a punto y sacar a la venta. Cortan estrofas, versos, prosas, palabras, lo que sea, a diestra y siniestra. Medio a lo bruto, pero se usa, en estilos rústicos, coloquiales. Además, esto es industria nacional, y acá no se hacen más las cintas métricas, en las que elegías la métrica que se te antojara y chau.
Avanzan al siguiente par de puertas.
–Acá a la izquierda hacemos máquinas de escribir, las que usan los best sellers, ¿viste? Tienen varios moldes para elegir la trama y cierto carácter estilístico, y después bancos de palabras: uno de sustantivos, otro de adjetivos, etcétera. Elegís las opciones, la hacés funcionar y se pone a escribir. Las lleva la gente, y no se han quejado.
El joven se anima a asomar al cuarto: se ilumina pálidamente con los destellos de una soldadora; ve a tres hombres trabajando, colocando pilas de tablillas con palabras en distintas cavidades de una gran caja metálica, conectando cables de distintas placas halógenas, armando pieza por pieza una impresora.
–Bueno, también hacemos las piezas para las máquinas, que se venden como repuestos. En ésta otra hacemos tornillos artesanales, hechos a mano uno por uno, con una rosca única que diseñamos nosotros. Calidad superior. Eso sí: cuestan lo que valen.
–¿Y para qué sirven?
El patrón se queda mirándolo fijo unos instantes, en completo silencio, y reanuda la marcha. El joven se siente humillado y guarda silencio por las dos puertas siguientes. Llegan a la última puerta, la frontal, la única con una verdadera puerta de madera y picaporte en vez de un simple umbral.
–Y ahora lo mejor.
Abre sonriente la puerta para entrar a una gran sala aún más oscura que el resto del sótano, ocupada por filas de pálidos sujetos sentados, con tubos cruzándoles el cuerpo, los cuales les introducen y extraen fluidos hacia recipientes erguidos a un costado. El joven se acerca con paso indeciso a ellos, azorado por la terrible visión, como queriendo refutarla al tacto que no tendrá agallas para usar.
–El producto más preciado y vital, la piedra preciosa humana y su savia motriz por excelencia: ¡la sangre!
En efecto, uno de los tubos que se conectan al cuerpo de los hombres inmóviles, huesudos y de mirada de insalvable agonía y agudo espanto, tiene un tono bermellón muy oscuro y espeso; sale del cuello de los desangrados e hincha la bolsa que regula por la presión el líquido extraído, deteniéndose rítmicamente para aguardar una nueva producción. Junto a ésa hay otra bolsa con suero, el cual fluye viscosamente hasta perderse dentro de las ropas.
–¡Alimento y arma de los viscerales, combustible voraz de los apasionados, condimento infaltable de comedias osadas, protagonista más que trillado pero jamás desplazado del terror, la acción, el drama, la sobornable pero insobornable al fin Muerte! ¿Qué podemos hacer sin ella? ¿Qué podríamos ser sin ella? A la vista o por lo bajo, explícita o implícita, literal o figurada, la sangre está en cada verso de un verdadero poeta, es la esencia, la fuerza, la pluma, la tinta y el canto. ¡Lo es todo! ¿Cómo entonces no dedicarse a producirla, para facilitarla a todos los perseverantes creadores que la ansían, que la necesitan como desesperados vampiros?
El joven empieza a oler algo feo en el ambiente, aunque a la vez trata de parecer interesado, y ya no por cortesía.
–Ajá… ¿y ellos la producen? –y se reprende inmediatamente por el comentario inoportuno.
–Desde luego son seleccionados para garantizar la calidad del producto; ahora están algo blanquecinos, gajes del oficio, pero al principio se los escoge por el color de sus mejillas, se ve a primera vista –el patrón toma un grueso palo que estaba apoyado contra la pared, sin ser visto por el joven, absorto en la imagen de los desangrados–, un buen ojo sabe encontrar lo que busca.
Le asesta un mazazo en la cabeza y el joven cae fulminado por el golpe proferido desde atrás. Un empleado que ha contemplado la escena se acerca para arrastrar el cuerpo hasta un asiento vacío del fondo.
–¿Lo ponemo´?
–¿Lo qué?



*


Asoma una mujer de anteojos al pelo con cuadernos entre los brazos, que al ver la gran cantidad de gente en el local, encuentra a un empleado desprevenido al otro lado del mostrador y pregunta:
–Disculpame, una preguntita así no espero: ¿tenés entre luces?
–¿De mañana o de tarde?
–De tarde.
–No, atardeceres me parece que no me quedaron. Pero ahora, en dos horas, tenés uno en la plaza. Nosotros, cuando se agotan, los sacamos de ahí.
–Gracias. ¡Ah! ¿Y máquina de inventar nombres?
–¿Castellano?
–Sí.
–Sí, tenemos.
–Ah, bueno. Entonces espero.




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vuelta a casa


 
 
Madre del dolor, si estás ahí, escuchame. Soy yo, tu viejo siervo, tu viejo cachorrito, primero tímido, después bocón, después arrogante, y al fin…

Ya sé que te debo muchas disculpas; mi fuga la primera. Sé que no sos ciega, aunque lo aparentes e incluso juegues a serlo. Lo sé, porque sos mi propia madre.

¿Cómo no habría yo también de desgarrarme al partir, buscando que ese horizonte que prometía olvido se acercara en algún momento y se hiciera un lugar, un nuevo hogar, donde podría muy bien renegar de mi pasado y carcajear e inventarme yo mismo mi propia identidad, mis nuevas raíces ya no húmedas de llanto, ya no ancestralmente amargas, sino “¡puras!”, “¡jóvenes!”…? Cómo he blasfemado, mamá, qué insolente fui.

Y ahora lo veo. Si estoy aquí (no me preguntes dónde tengo los pies, por favor, no seas tan severa, dignate a recibir esta humilde mirada), si estoy aquí es porque ya comprendo, y ahora veo con la claridad del tiempo y de la desventura, ya sé, la que me podría haber ahorrado, la que según tus palabras pretendías ahorrarme, por mi bien… Era un niño, nada más, y sabrás de sobra que era un niño asustado: todos los que se van con grandes bocas hinchadas de burlas y proyectos, grandilocuentes y casi siempre hurtando algo de la cocina, todos esos pequeños tontos vanidosos, se van con un miedo terrible. No debe haber miedo más grande que el de ir a comprobar una fe, esa la primera, la única.

No es que esté arrepentido de mi decisión, mamá, aunque sí te pido disculpas por todas esas palabras que eran absolutamente imprescindibles para que pudiera desprenderme de vos, para darme valor, para crear lo irreparable, y que desde hace tanto tiempo están de más en esa escena.

Me asombro de ese fuego, de esa inocente audacia, ¡hasta le di propina al primer mozo! Todo habría terminado más rápidamente si de paso me hubieran sonado los mocos, pero habría sido fatal: en realidad necesitaba de este largo tiempo de haber probado los manjares, de haber sentido la culminación del éxtasis, y, te lo aseguro, sin ningún remordimiento, tenía que llegar a esas cimas plenas de vibrante gozo, de emoción húmeda que aún ahora y nunca dejará de hacerme arder el pecho y la garganta. Y es precisamente por ese ardor, madre, que aquí estoy, que mi frente está bien seca y ya no te tiene miedo, que ya no es un corazón inocente, que ya nunca jamás podrá ser ojos ciegos, aunque toda la niebla del mundo los obligue, aunque el mismo carozo amargo y comprimido que habita mi pecho sea un mundo de tinieblas, un pequeño cuarto perdido que ya ni recuerda las telarañas de alguna vez.

Estoy cansado, madre, estoy triste, estoy vencido. Ya lo sabés, con sólo mirarme. Es más, seguro que desde el principio, desde el primer día lo viste todo, supiste exactamente cuándo iba a volver, reconociendo así que lo que yo estaba haciendo tenía sentido, y era lógico, y… y… valía la pena.

¿Me darás esa indulgencia? ¿Tirarás de un empujón la balanza porque después de todo soy tu hijo!, y aquí estoy llorando en tus rodillas no como un niño, no como un pobre huérfano asustado, sino como un viejo, madre, como ya tu hermano! Si vos no envejecés nunca, si ya no podrías envejecer ni un minuto más, y a mí no me falta mucho para alcanzarte, si ya este carozo está duro y no puede más, y hasta brilla la gruesa capa de cenizas que lo recubre, donde, luego del fin, se depositará la nieve, y, sobre ella, el polvo.

Ya no estoy para chistes, má, no te haré ninguno. Sé que vos tampoco, no sos tan cruel, es más, sos la compasión, el condoler, el consufrir, el compartir.

Te prometo… ¡bah, ya basta de esas huellas de aventurero! Nada más te digo que vengo a quedarme callado, que no alzaré voz ni brazos, que ya estoy consagrado a lo que siempre fui, a lo que si alguna vez soñé con dejar de ser, fue por creer en el horizonte. Ésa será la frase con que me despida, eso tal vez sea lo único que salga de esta indiferente franqueza a mi lejana, lejana superficie: “No se puede llegar al horizonte. Es un invento de los ojos”. Y lo diré sólo si me lo piden, y sobre todo, sólo a quien yo esté seguro de no poder convencer. Porque, madre, te diré una cosa: éste es mi hogar, es mi eterna casa, pero nunca dejará de ser mi eterno espanto; esto es horrible, mamá; si no fuera de tu sangre no podría mirarte por el asco y por la fiebre, y a nadie deseo que me acompañe en este destino.

Pero yo me quedaré, má, y ahora es para siempre (como siempre lo fue), aunque allá no me lo crea, aunque crea ahora despertarme de un angustiante sueño, aunque no sepa luego nada de todo esto. Será nuestro secreto. ¿Me recibirás ahora, mami, perdonarás, má? ¿Eh?

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Día

Despertó. Pensó. Se levantó. Comió. Salió. Cerró. Caminó. Encontró. Saludó. Comentó. Escuchó. Se enteró. Ocultó. Saludó. Corrió. Corrió. Corrió. Llegó. Llamó. Esperó. Vio. Escuchó. No saludó. Entró. Caminó. Se sentó. Miró. Dejó. Miró. Dejó. Miró. Quiso. Oyó. Señaló. Se levantó. Paseó. Sobró. Rió. Suspiró. Volvió. Se sentó. Se quebró. Se encogió. Lloró. No escuchó. No quiso. Alzó. Miró. Acusó. Insultó. Despidió. Salió. Golpeó. Se ocultó. Lloró. Se calmó. Anduvo. Compró. Abrió. Fumó. Fumó. Fumó. Fumó. Caminó. Frenó. Se apoyó. Fumó. Fumó. Caminó. Llegó. Llamó. Esperó. Sintió. Encontró. Pasó. No respondió. Se acostó. Lloró. Fumó. Contó. Fumó. Gritó. Se levantó. Enloqueció. Rompió. Calmó. Se arrepintió. Lloró. Pidió. Recibió. Sonrió. Escuchó. Entendió. Se angustió. Aceptó. Serenó. Durmió. Soñó: huía, veía, llegaba, encontraba, buscaba, no encontraba, corría, tropezaba, volaba, caía. Despertó. Vio. Sonrió. Habló. Se consoló. Se levantó. Fue. Agradeció. Saludó. Salió. Llamó. Subió. Indicó. Esperó. Llegó. Pagó. Bajó. Entró. Buscó. Encontró. Preguntó. Escuchó. Se alejó. Pensó. Decidió. Volvió. Compró. Saludó. Esperó. Recorrió. Se sentó. Fumó. Fumó. Fumó. Se levantó. Se dirigió. Hojeó. Compró. Se sentó. Leyó. Oyó. Miró. Se levantó. Caminó. Esperó. Entregó. Subió. Buscó. Encontró. Se sentó. Leyó. Se fue.





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