vuelta a casa


 
 
Madre del dolor, si estás ahí, escuchame. Soy yo, tu viejo siervo, tu viejo cachorrito, primero tímido, después bocón, después arrogante, y al fin…

Ya sé que te debo muchas disculpas; mi fuga la primera. Sé que no sos ciega, aunque lo aparentes e incluso juegues a serlo. Lo sé, porque sos mi propia madre.

¿Cómo no habría yo también de desgarrarme al partir, buscando que ese horizonte que prometía olvido se acercara en algún momento y se hiciera un lugar, un nuevo hogar, donde podría muy bien renegar de mi pasado y carcajear e inventarme yo mismo mi propia identidad, mis nuevas raíces ya no húmedas de llanto, ya no ancestralmente amargas, sino “¡puras!”, “¡jóvenes!”…? Cómo he blasfemado, mamá, qué insolente fui.

Y ahora lo veo. Si estoy aquí (no me preguntes dónde tengo los pies, por favor, no seas tan severa, dignate a recibir esta humilde mirada), si estoy aquí es porque ya comprendo, y ahora veo con la claridad del tiempo y de la desventura, ya sé, la que me podría haber ahorrado, la que según tus palabras pretendías ahorrarme, por mi bien… Era un niño, nada más, y sabrás de sobra que era un niño asustado: todos los que se van con grandes bocas hinchadas de burlas y proyectos, grandilocuentes y casi siempre hurtando algo de la cocina, todos esos pequeños tontos vanidosos, se van con un miedo terrible. No debe haber miedo más grande que el de ir a comprobar una fe, esa la primera, la única.

No es que esté arrepentido de mi decisión, mamá, aunque sí te pido disculpas por todas esas palabras que eran absolutamente imprescindibles para que pudiera desprenderme de vos, para darme valor, para crear lo irreparable, y que desde hace tanto tiempo están de más en esa escena.

Me asombro de ese fuego, de esa inocente audacia, ¡hasta le di propina al primer mozo! Todo habría terminado más rápidamente si de paso me hubieran sonado los mocos, pero habría sido fatal: en realidad necesitaba de este largo tiempo de haber probado los manjares, de haber sentido la culminación del éxtasis, y, te lo aseguro, sin ningún remordimiento, tenía que llegar a esas cimas plenas de vibrante gozo, de emoción húmeda que aún ahora y nunca dejará de hacerme arder el pecho y la garganta. Y es precisamente por ese ardor, madre, que aquí estoy, que mi frente está bien seca y ya no te tiene miedo, que ya no es un corazón inocente, que ya nunca jamás podrá ser ojos ciegos, aunque toda la niebla del mundo los obligue, aunque el mismo carozo amargo y comprimido que habita mi pecho sea un mundo de tinieblas, un pequeño cuarto perdido que ya ni recuerda las telarañas de alguna vez.

Estoy cansado, madre, estoy triste, estoy vencido. Ya lo sabés, con sólo mirarme. Es más, seguro que desde el principio, desde el primer día lo viste todo, supiste exactamente cuándo iba a volver, reconociendo así que lo que yo estaba haciendo tenía sentido, y era lógico, y… y… valía la pena.

¿Me darás esa indulgencia? ¿Tirarás de un empujón la balanza porque después de todo soy tu hijo!, y aquí estoy llorando en tus rodillas no como un niño, no como un pobre huérfano asustado, sino como un viejo, madre, como ya tu hermano! Si vos no envejecés nunca, si ya no podrías envejecer ni un minuto más, y a mí no me falta mucho para alcanzarte, si ya este carozo está duro y no puede más, y hasta brilla la gruesa capa de cenizas que lo recubre, donde, luego del fin, se depositará la nieve, y, sobre ella, el polvo.

Ya no estoy para chistes, má, no te haré ninguno. Sé que vos tampoco, no sos tan cruel, es más, sos la compasión, el condoler, el consufrir, el compartir.

Te prometo… ¡bah, ya basta de esas huellas de aventurero! Nada más te digo que vengo a quedarme callado, que no alzaré voz ni brazos, que ya estoy consagrado a lo que siempre fui, a lo que si alguna vez soñé con dejar de ser, fue por creer en el horizonte. Ésa será la frase con que me despida, eso tal vez sea lo único que salga de esta indiferente franqueza a mi lejana, lejana superficie: “No se puede llegar al horizonte. Es un invento de los ojos”. Y lo diré sólo si me lo piden, y sobre todo, sólo a quien yo esté seguro de no poder convencer. Porque, madre, te diré una cosa: éste es mi hogar, es mi eterna casa, pero nunca dejará de ser mi eterno espanto; esto es horrible, mamá; si no fuera de tu sangre no podría mirarte por el asco y por la fiebre, y a nadie deseo que me acompañe en este destino.

Pero yo me quedaré, má, y ahora es para siempre (como siempre lo fue), aunque allá no me lo crea, aunque crea ahora despertarme de un angustiante sueño, aunque no sepa luego nada de todo esto. Será nuestro secreto. ¿Me recibirás ahora, mami, perdonarás, má? ¿Eh?

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y ya que estás subite a éstos...







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